Primavera del año 2003. Me llama Marisa desde Zaragoza: Anna, el próximo invierno, nos vamos un mes a Senegal con nuestro grupo de danza y percusión, vente.

Y me fui. Antes del viaje me compré una guía de Senegal y Gambia. Aterrizaríamos en Dakar y desde allí iríamos en furgoneta hasta el sur, a Casamance. Cruzaríamos Gambia, que es un bocado en el país de Senegal.
En la guía ponía que no convenía ir a esa región. La Casamance se veía envuelta en un conflicto armado desde hacía muchos años.

Pensé, si pone eso, la gente no irá, no habrá blancos. Se estará bien. No le diré nada a padre.
Cuando, un mes antes del viaje, llegué al centro de vacunación internacional de Francisco Silvela, en Madrid, les comenté que no quería tomarme las pastillas que te daban para evitar la malaria. Bettina, una amiga médica y viajera, me dijo que a ella le habían sentado fatal, que estuvo con muchos mareos, malestar y descoordinación. Si te picaba el mosquito podías pillarla igualmente. Mi intención era bailar todo lo que pudiera allí, así que no me las iba a tomar.
La médica que me atendió, me dió las pastillas más suaves que había y me confesó, que si alguna persona blanca muriera de malaria ya existiría una vacuna. Me puse la de la fiebre amarilla, necesaria para obtener el visado de Gambia, y salí de allí.

En Casamance nuestro destino era un pequeño pueblo, donde se celebraba un festival de música y danza; y de donde era originario Lamin, uno de los miembros de la banda de Zaragoza.
El pueblo se llamaba Abene.
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“Golden Fish, African Fish”, es un documental de Thomas Grand y Moussa Diop, con música original de Michaël Widhoff. En él nos narran la situación de pescadores, procesadores de pescado y trabajadores, cuya economía depende del pescado capturado en Kafountine, en la región de Casamance.

Todos los pescadores que aparecen son hombres jóvenes; subir las redes con los peces a la barca es una danza muy precisa, una coreografía milimetrada. Se escuchan sus voces y respiraciones, el mar y el sonido de la muerte de los peces también, la sangre. Cuando se acercan a la costa, otros jóvenes se aproximan a las barcas y se produce otra parte de la coreografía, la lucha con las cajas llevadas en alto y las olas. 350 FCF la caja.

Un señor que vende cacahuetes nos cuenta que hay muchas mujeres valientes allí. Trabajan muy duramente en el proceso del pescado para tener su independecia económica y poder costearse ellas y a sus criaturas. El vendedor de cacahuetes enumera la procedencia de les trabajadores: guineanes, cameruneses, ghaneses, sierraleoneses, liberianes, malienses, bissauguineanes, burkineses… Migran para trabajar en Kafountine, aquí todavía queda pescado. Es esta una zona de desove, próxima a uno de los deltas más grandes del oeste africano. Pero la amenaza de las fábricas se cierne también aquí, sobre elles. Todas las personas que intervienen en el documental nombran la amenaza, la vislumbran.

El colapso se siente y se sufre más en los países menos desarrollados, países productores sobreexplotados.
La pesadilla no se acaba, tristemente, con “La Pesadilla de Darwin”, el dramático y terrible documental que Hubert Saupe rodó en el lago Victoria en el año 2004.

Desde hace unos cuantos lustros, en África Occidental, la fauna marina se ve amenazada por las capturas industriales que realizan los grandes barcos europeos y de otras nacionalidades. En los últimos años, además, la instalación de fábricas de harina de pescado a lo largo de toda la costa está terminando de aniquilar la riqueza y biodiversidad de estos mares.

Harinas que se utilizan para alimentar a su vez a otras especies más grandes, como el salmón o la tilapia (semejante a la panga), criados en acuicultura y consumidos principalmente en los países más desarrollados, países depredadores, consumidores y explotadores. Una demanda cada vez más creciente e inquietante.
“Golden Fish, African Fish”, me resultó durísimo y también imprescindible. Gracias a la labor que hacen directores como Moussa Diop y Thomas Grand sabemos lo que supone sostener esta debacle depredadora que es el sistema capitalista.

Y cuál sería mi inmensa sorpresa al descubrir que hablaban de un lugar de África Occidental, en el que yo había tenido la gran suerte de estar. Conviví un mes con les habitantes de Abene, pescadores, trabajadores y sus familias, sus hijes. Abene se encuentra a solo 5 kilómetros de Kafountine.
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En la época que viajamos a Abene yo era profesora de pintura y dibujo en un colegio de La Moraleja en Madrid. Mis alumnas tenían entre 4 y 9 años. En Abene vi a les niñes reir como no había visto nunca. Las niñas de la moraleja eran unas desgraciadas.

Vivíamos en una cabaña de adobe, con telas que eran las ventanas y la puerta. Les niñes venían a nuestra cabaña a buscarnos para que bailáramos con elles. Cuando me sacaban a mi a bailar, se reían tanto que se tiraban al suelo y daban golpes contra el piso llorando de las carcajadas.

A veces también, estando en la cabaña, descorría la cortina de repente un señor enorme y elegantísimo y se ponía a darnos una charla sobrecogedora con una voz preciosa, en alguna de sus hermosas lenguas: wolof, mandinka o diola. Era un griot, un narrador de historias.

El festival de música y percusión era impresionante. En cuanto una banda entraba en escena no paraban de trepar al escenario espontánees que deleitaban con sus danzas a un público entregadísimo. Una señora que subió encorvada, con un bastón y a un ritmo lentísimo las escaleras, en cuanto pisó las tablas hizo una danza a una velocidad de vértigo, levantando las piernas por encima de su cabeza.

El segundo día de festival, entró Tele, una niña de doce años que solía pasar con nosotras muchos ratos. Venía de la mano de un tipo blanco, español, de unos cuarenta años. La sangre se me subió a la cabeza. Se sentaron en una mesa con más gente. Pareciera que al resto de las personas que había allí, casi todas africanas y algunas europeas, no les afectase la situación, tal vez no les dí tiempo. No sé cuántos minutos pasaron. Sé que el resto del mundo se diluyó y me fui directa al tipo, no recuerdo muy bien todas mis palabras, sé que le dije que si volvía a verle con una niña le arrancaría la cabeza. También recuerdo que en la mesa se hizo el silencio y que todes me miraban fijamente. Tele me sonreía.

Al rato vi a Tele que se marchaba con sus amigas.
Tele siguió viniendo todos los días a vernos, casi siempre bajaba conmigo a la playa. Algunas veces llevaba a su hermano pequeño a la espalda.
Tele es la protagonista de este texto, ella sobrevuela la historia, porque su vida está directamente relacionada con las vidas de los personajes del documental.

Y está relacionada, no solo porque es su pueblo y su gente de la que nos hablan Diop y Grand, sino porque además la explotación de les pescadores y todas las personas trabajadoras que aparecen en el documental, está íntimamente en relación con la explotación de los recursos naturales y también de los cuerpos.
El agotamiento de los recursos naturales, la contaminación y los vertidos tóxicos, agravan la situación de las comunidades más empobrecidas. Esto fomenta directamente la explotación infantil y los abusos de les niñes.
Espero y conjuro para que todos los que creen que la tierra, el mar y los cuerpos les pertenecen sean muy desgraciados y que la revolución de les nadie arrase con ellos y les arranque las cabezas.

Moussa Diop y Thomas Grand, un año después de las primeras imágenes, nos relatan que en el centro del área marina protegida de Abene se construyó una fábrica de harina de pescado. Vertía sus aguas residuales en los arrozales, en el mar y emitía un humo nauseabundo. La población se movilizó y la fábrica cerró antes de que se pudiese hacer una investigación pública.

“Golden Fish, African Fish”, narra la situación en la que se encuentra la región de Kafountine, situación provocada por la sobreexplotación que de los mares hacen los paises ricos.
El capitalismo es una economía de muerte, como dice Antonella Picchio, que impone desigualdad. Las consecuencias que tiene nuestro modo de vida en otros lugares es inmensa y escalofriante.

“Que nuestro bienestar no se construya sobre el sufrimiento de les otres”
Silvia Federici

Anna Mezz, Bilbo 2021eko Iraila